Luciérnagas y otras especies, apagadas por la luz artificial

01.01.2024

Uno de mis recuerdos de infancia, y probablemente el de muchas personas, es de aquellas noches en las que veía a las luciérnagas iluminando los campos abiertos y yo, como buen niño curioso, salía corriendo para buscarlas. La luz artificial, como la conocemos hoy, ha sido uno de los grandes factores de progreso tecnológico en los últimos dos siglos. La raza humana pasó del fuego (utilizado para calentarse y ahuyentar animales) a las lámparas de aceite, para poder alumbrar. Posteriormente, fueron las velas y luego la iluminación a gas, hasta que en 1879 el científico Thomas Edison construyó la primera lámpara eléctrica.

Poder tener luz, incluso cuando ya es de noche, ha permitido ampliar los tiempos de ocupación de las personas, da sensación de seguridad y alienta la economía por la actividad nocturna. Incluso, una de las políticas públicas para la protección de la mujer y las ciudades seguras demanda espacios alumbrados. Es un signo de buena calidad de vida, pero a un alto costo, porque la demanda actual ha alterado los ecosistemas naturales y ha hecho que los cielos estén cada vez más contaminados.

El efecto visible es que altera a la observación astronómica, pero también incide en la salud de las personas, porque ocasiona cansancio visual, ansiedad y estrés. El medio ambiente se lleva la peor parte: la iluminación artificial perturba los ciclos naturales del día y la noche y, con esto, los procesos biológicos de la fauna, como la caza y el ciclo reproductivo de insectos, corales y luciérnagas. Estimula la disminución de artrópodos -que son la fuente de proteína de otros animales- y altera la polinización y floración de las plantas. En las aves provoca deslumbramiento y desorientación y afecta especialmente el retorno a sus nidos y su proceso migratorio.

Basta con ver las cifras para darse cuenta de que es un asunto serio, una investigación realizada por Falchi et al. (2016), señaló que, para ese momento, el 83% de la población mundial tenía cielos nocturnos contaminados por la luz artificial.

Cada vez estamos más expuestos a esta situación por la forma como funciona el mundo hoy, y no hay señas de que pueda haber un cambio cercano frente a la situación. De hecho, es poco lo que se habla de la contaminación lumínica, pero esta se puede reducir, siempre y cuando haya voluntad política para hacerlo.

Las luces LED han sido un avance importante en la materia en los últimos años, pero son insuficientes. Es necesario pensar en una adecuada planificación del territorio en la que se dé paso a la implementación de estrategias, como bajar la intensidad del alumbrado público, la correcta orientación de las lámparas y sensores de movimiento con los que se identifique qué intensidad de luz se requiere en el lugar donde están ubicadas y si pueden estar apagadas. También es necesaria la regulación de luces dirigidas al cielo directamente.

Por otro lado, las personas podemos aportar a la reducción de la contaminación lumínica con la simple acción de apagar los bombillos.

Abordar esta cuestión no es fácil, pero tampoco imposible. Una mejor gestión de la iluminación, la planificación del territorio y un trabajo articulado entre las entidades públicas, la empresa, la academia y la ciudadanía marcaría la diferencia. Todos queremos conservar las cosas buenas de la naturaleza, como ver las luciérnagas alumbrar en la noche. Es momento de buscar un equilibrio en el que no solo pensemos en la estabilidad humana.